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¿Cómo pasamos de cazar peces con una lanza a comprarlos en el supermercado?

A simple vista, la respuesta parece obvia: la evolución tecnológica. Pero, ¿qué hay detrás de esa evolución? ¿Por qué los humanos hemos sido capaces de desarrollar tecnologías cada vez más complejas?

La respuesta está en el libre flujo de ideas.

Las ideas son como los genes. Se transmiten de generación en generación, mutando y adaptándose a su entorno. A medida que las ideas fluyen libremente, se recombinan y dan lugar a nuevas ideas, más complejas y sofisticadas.

El libre flujo de ideas es esencial para la innovación. Cuando las ideas pueden circular libremente, los individuos y las sociedades tienen acceso a una mayor riqueza de conocimiento y perspectivas. Esto les permite desarrollar nuevas soluciones a los problemas que enfrentan.

Al igual que los genes contienen información genética, las ideas transmiten información cultural. Del mismo modo que se requiere reproducir abundantes copias de los genes para perpetuar la especie, las ideas necesitan copiarse en muchas mentes para prosperar, como planteó Richard Dawkins con su teoría del ‘meme’.

Cuanto más rápido y libremente se reproducen las ideas, más posibilidades hay de innovación y progreso cultural. Pero a veces surgen sistemas perversos para controlar o limitar ese flujo.

Por ejemplo, en la antigua Mesopotamia solo la casta sacerdotal podía acceder al lenguaje escrito, monopolizando el conocimiento para mantener al pueblo ignorante. Durante la Inquisición, la Iglesia Católica persiguió y torturó a herejes para imponer sus dogmas, ahogando opiniones disidentes. Y en la Alemania nazi, el régimen de Hitler llevó a cabo la infame quema masiva de libros para borrar ideas contrarias a su ideología totalitaria.

A lo largo de la historia, incontables grupos han tratado de estrangular el libre flujo de ideas para su propio beneficio, aun a costa de terribles crímenes contra la humanidad. Un impulso por acumular poder que parece inherente a nuestra condición humana.

Los derechos de autor: ¿incentivo o limitación?

El copyright tiene sus orígenes en los siglos XVI y XVII en Europa, cuando la invención de la imprenta facilitó la reproducción de libros y obras. Esto llevó a que los reyes otorgaran privilegios y monopolios de impresión a ciertas compañías, permitiéndoles controlar qué se publicaba y difundía en sus reinos.

Esto beneficiaba a los monarcas de varias formas: les daba un mecanismo de censura sobre contenido considerado peligroso o subversivo, les generaba ingresos a través de tasas a los impresores, y protegía los intereses de la corona y la nobleza al evitar la reproducción no autorizada de obras que los perjudicaban.

Los reyes solían restringir la publicación de material herético, crítico a las instituciones establecidas o contrario a la moral de la época, mientras privilegiaban la difusión de obras que reforzaban la imagen y el poder de la monarquía.

La evolución del copyright desde sus orígenes vinculados a los privilegios otorgados por los reyes hasta el sistema moderno de derechos de autor se caracteriza por el paso del control exclusivo de la monarquía al reconocimiento de los derechos de los autores individuales, la extensión y armonización internacional de la protección, la búsqueda de equilibrio entre los intereses de los creadores y el acceso público, y la adaptación a las nuevas tecnologías digitales.

Sin embargo la concentración de poder en grandes casas editoriales, distribuidoras de cine y música genera preocupaciones sobre la formación de monopolios y oligopolios que afectan negativamente al sistema de derechos de autor. Estas empresas dominantes pueden fijar precios altos, limitar el acceso a contenidos, censurar ciertos materiales y dificultar el surgimiento de nuevos creadores, desequilibrando la distribución de beneficios en la cadena de valor.

Cuando aparece una tecnología nueva y disruptiva como el internet, capaz de reproducir y diseminar contenidos a una escala nunca vista, los defensores del copyright tradicional ponen el grito en el cielo, la ven como una amenaza. Pero en realidad es la cultura, ansiosa por fluir. Ideas buscando nuevos cauces para replicarse. Las industrias deben adaptarse o perecer, como arguye Clay Shirky en su análisis de los efectos de la revolución digital.

El nuevo sistema de copiar y pegar que es Internet, requiere de modelos de negocio nuevos, como iTunes de Apple o Netflix. Todos son sistemas nuevos de distribución de cine, televisión y música que siguen respetando el modelo de derechos de autor.

Implicaciones para el futuro

¿Qué significa esto para el futuro de la propiedad intelectual y la cultura? No existe una respuesta única, pero sí algunos principios clave.

Debemos garantizar un equilibrio entre proteger la autoría y permitir la innovación. Estudios demuestran que cierto nivel de copiado estimula la creatividad, mientras que restricciones excesivas la limitan.

Es preciso explorar modelos alternativos al copyright tradicional, como licencias flexibles, membresías o financiación colectiva. La tecnología permite nuevas formas de compensar la creación sin coartar su difusión.

La piratería es ilegal pero aparece y prospera más cuando los monopolios del copyright no se adaptan a las nuevas tecnologías de copiar y pegar. O cuando abusan de su poder para direccionar las tendencias o elevar el precio artificialmente.

Urge adoptar una actitud proactiva ante los cambios, en lugar de resistirnos. Si logramos que las mejores ideas fluyan y se combinen con generosidad y justicia, la cultura se enriquecerá extraordinariamente. Ese es nuestro desafío en esta nueva era.

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